El pequeño Joaquín, que ahora tiene dos años y medio, no sabe nada de poesía. Sin embargo, esta mañana, al salir a la calle, levanta esos ojos redondos, ve la luna menguante recortada sobre el cielo azul y exclama, a voz en grito: "¡Mía, papá! ¡Nuna!". Luego clava su mirada en mí y, como quien da una clase magistral, me dice: "Ta peshosha", que en su dialecto hecho a base de fonemas recortados significa que está preciosa.
Lo siento en su carro y le abrocho el saquito hasta arriba, que la mañana ha amanecido un poco fresca. Mientras lo hago, Joaquín no deja de mirar al satélite; saca la manita por encima del saco y, acompañándolo con el gesto, dice: "¡Ven, nuna! ¡Ven!".
Recorremos el camino que nos lleva a la guardería. Durante todo el trayecto, va jugando al escondite con la luna. Cuando la perdemos de vista tras un edificio, levanta las manos con las palmas hacia arriba y dice "No ta". Cuando vuelve a emerger detrás de los gigantes de ladrillo, exclama, entusiasmado: "¡Ahí ta!".
Y, durante todo el camino, voy pensando que, quizá, los que no sabemos nada de poesía somos nosotros.
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