jueves, 9 de marzo de 2017

Aniversarios

Para la gran mayoría del colectivo friki, ése al que tanto me precio de pertenecer, el año en curso está marcado por la celebración del 40 aniversario de la llegada a los cines de Una nueva esperanza, esa película que, por aquel entonces, conocíamos simplemente por el nombre de La guerra de las galaxias. Sin episodio ni nada. Y, oye, bien está que así sea, habida cuenta de la relevancia e influencia que ha alcanzado la saga galáctica de Lucas.

Sin embargo, para mí 2017 me tiene reservada una conmemoración relacionada con un producto mucho menos multitudinario pero que, justo es que lo admita, a mí me ha marcado de un modo más significativo y dramático. Y es que el 10 de marzo de 1997 vio la luz el primer capítulo de la serie Buffy Cazavampiros.



Tras el lanzamiento, en 1992, de una película que fue un fiasco en casi todos los sentidos posibles, un por aquel entonces desconocido Joss Whedon perseveró en una idea que él estaba convencido de que merecía una digna oportunidad, la cual no llegaría hasta cinco largos años después, cuando la modesta WB Television Network concede a Whedon la posibilidad de arrancar una primera temporada de doce capítulos que pronto llamaría la atención tanto de la crítica como del público.

Buffy Cazavampiros fue una serie atípica para el momento. Envuelta en el papel de regalo de un producto para adolescentes, pronto superó sus propias restricciones para contar historias adultas, profundas y trascendentes. Rompió el cliché del statu quo congelado, que había sido preponderante en los 80 y buena parte de los 90, y se dedicó a darle a los personajes algo de lo que carecían en casi todo el resto de producciones: una evolución. Abordó sin tapujos temas tan delicados como la sexualidad o la muerte, haciendo siempre gala de unos diálogos inteligentes y rebosantes de ingenio, y también se permitió ciertos experimentos de estilo tales como un episodio musical, o un episodio completamente en silencio. Incluso fue una de las primeras series que nos mostró sin ambages una pareja homosexual formada por dos de sus protagonistas (pareja, por cierto, la de Willow y Tara, que cualquier fan del show llevará en su corazón para siempre). Toda una revolución para la época, y más para una serie pretendidamente juvenil.

El éxito de Buffy Cazavampiros fue tal que incluso derivó en el spin-off Angel. Fueron un total de 7 temporadas (12 si incluimos las del spin-off), 144 capítulos (o 254) y un montón de productos derivados, como no podía ser de otra manera, tales como novelas, videojuegos o comics que, a día de hoy, todavía siguen publicándose. Muestra inequívoca del poso que dicha serie ha dejado en un buen número de aficionados.

Yo no era ningún niño cuando vi el primer capítulo de Buffy Cazavampiros, pero creo que la serie llegó en el momento adecuado, cuando intentaba encontrar la forma de compatibilizar el mundo de la fantasía y de la ciencia ficción que me había acompañado a lo largo de la infancia y de la adolescencia con una visión adelantada de lo que iba a ser mi vida adulta. En Buffy encontré anclas y referencias que me retrotraían a la Patrulla X, a los Vengadores, a Blade y a Crisis en Tierras Infinitas, y que, al mismo tiempo, servían como pretexto para hablar de cosas normales y mundanas. Tengo que reconocerlo; Buffy se ha convertido en una importante parte de mí.



Así pues, el 10 de marzo pienso meter en el reproductor de DVD el disco del primer capítulo de la primera temporada (Welcome to the Hellmouth y The harvest. Es un capítulo doble). Y lo voy a ver, de principio a fin. Puede que descubra que el tiempo ha pasado; que el lenguaje audiovisual ha evolucionado y que lo que hace veinte años parecía impactante ahora está más que superado. Pero no me importa, porque lo voy a contemplar con la reverencia y el agradecimiento de un aficionado a quien esos 254 capítulos, todas esas horas de fantasía compartida, marcaron de un modo decisivo, y para siempre.

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