Para la gran mayoría del colectivo friki, ése al que tanto
me precio de pertenecer, el año en curso está marcado por la celebración del 40
aniversario de la llegada a los cines de Una nueva esperanza, esa película
que, por aquel entonces, conocíamos simplemente por el nombre de La guerra de
las galaxias. Sin episodio ni nada. Y, oye, bien está que así sea, habida
cuenta de la relevancia e influencia que ha alcanzado la saga galáctica de
Lucas.
Sin embargo, para mí 2017 me tiene reservada una conmemoración
relacionada con un producto mucho menos multitudinario pero que, justo es que
lo admita, a mí me ha marcado de un modo más significativo y dramático. Y es
que el 10 de marzo de 1997 vio la luz el primer capítulo de la serie Buffy
Cazavampiros.
Tras el lanzamiento, en 1992, de una película que fue un
fiasco en casi todos los sentidos posibles, un por aquel entonces desconocido
Joss Whedon perseveró en una idea que él estaba convencido de que merecía una
digna oportunidad, la cual no llegaría hasta cinco largos años después, cuando
la modesta WB Television Network concede a Whedon la posibilidad de arrancar
una primera temporada de doce capítulos que pronto llamaría la atención tanto
de la crítica como del público.
Buffy Cazavampiros fue una serie atípica para el momento.
Envuelta en el papel de regalo de un producto para adolescentes, pronto superó
sus propias restricciones para contar historias adultas, profundas y trascendentes.
Rompió el cliché del statu quo
congelado, que había sido preponderante en los 80 y buena parte de los 90, y se
dedicó a darle a los personajes algo de lo que carecían en casi todo el resto
de producciones: una evolución. Abordó sin tapujos temas tan delicados como la
sexualidad o la muerte, haciendo siempre gala de unos diálogos inteligentes y rebosantes
de ingenio, y también se permitió ciertos experimentos de estilo tales como un
episodio musical, o un episodio completamente en silencio. Incluso fue una de
las primeras series que nos mostró sin ambages una pareja homosexual formada
por dos de sus protagonistas (pareja, por cierto, la de Willow y Tara, que
cualquier fan del show llevará en su corazón para siempre). Toda una revolución
para la época, y más para una serie pretendidamente juvenil.
El éxito de Buffy Cazavampiros fue tal que incluso derivó en
el spin-off Angel. Fueron un total de 7 temporadas (12 si incluimos las del
spin-off), 144 capítulos (o 254) y un montón de productos derivados, como no
podía ser de otra manera, tales como novelas, videojuegos o comics que, a día
de hoy, todavía siguen publicándose. Muestra inequívoca del poso que dicha
serie ha dejado en un buen número de aficionados.
Yo no era ningún niño cuando vi el primer capítulo de Buffy
Cazavampiros, pero creo que la serie llegó en el momento adecuado, cuando
intentaba encontrar la forma de compatibilizar el mundo de la fantasía y de la
ciencia ficción que me había acompañado a lo largo de la infancia y de la
adolescencia con una visión adelantada de lo que iba a ser mi vida adulta. En
Buffy encontré anclas y referencias que me retrotraían a la Patrulla X, a los
Vengadores, a Blade y a Crisis en Tierras Infinitas, y que, al mismo tiempo,
servían como pretexto para hablar de cosas normales y mundanas. Tengo que
reconocerlo; Buffy se ha convertido en una importante parte de mí.
Así pues, el 10 de marzo pienso meter en el reproductor de DVD
el disco del primer capítulo de la primera temporada (Welcome to the Hellmouth y The harvest. Es un capítulo doble). Y lo voy a ver, de principio a fin. Puede
que descubra que el tiempo ha pasado; que el lenguaje audiovisual ha evolucionado
y que lo que hace veinte años parecía impactante ahora está más que superado. Pero
no me importa, porque lo voy a contemplar con la reverencia y el agradecimiento
de un aficionado a quien esos 254 capítulos, todas esas horas de fantasía
compartida, marcaron de un modo decisivo, y para siempre.
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